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De caravana a éxodo, de migración a movimiento

En la madrugada del 27 de octubre de 2018, la Policía Federal y la Gendarmería inundaron la salida de Chiapas. Para el gobierno mexicano la misión era asegurar que la última caravana de migrantes –unas 7000 personas– no llegara a Oaxaca. Como listos para la guerra, bloquearon por completo la carretera con vehículos blindados. Un activista que apoyaba logísticamente la caravana y yo llegamos antes, y en medio de la nada, nos encontramos con el cerco de policías antimotines y miembros de la Comisión Estatal de Derechos Humanos. De repente una voz baja, urgente me dijo: notifica a la prensa, que vengan ya.


Pude mandar dos tuits y dos mensajes de WhatsApp antes que la policía tumbara la señal por completo. Y allí estábamos, en la oscuridad, parados entre la policía mexicana y los cansados pero determinados centroamericanos, caminando hacia el norte.


Los representantes de derechos humanos se convirtieron en un parachoques colocando sus cuerpos entre los migrantes y la policía. Los migrantes llegaban y al llegar se sentaban detrás de la línea, lentamente, la carretera se llenaba de migrantes hasta donde me alcanzaba la vista.


Dos mujeres y dos hombres formaron un comité para hablar con la policía federal y negociar el paso y los demás del grupo esperaban, sentados en la carretera. Mientras amanecía entre las colinas, podía ver un mar de gente, sentada, resistiendo, pacíficamente, paciente e inquieta al mismo tiempo, sin pensar en el retorno.


El comité informó la decisión de la caravana en asamblea: no iban a aceptar la propuesta del presidente mexicano Enrique Peña Nieto, de quedarse en los estados sureños de Chiapas y Oaxaca. Su intención era seguir hacia el norte, cada quien con el poder de decidir su propio destino.


La policía se paralizó, ya sea por lo abrumador que puede ser ver a miles de migrantes enfrentándolos o por la sorpresa de tener una pared de defensores de derechos humanos documentando los hechos. Quizá simplemente se dieron por satisfechos después de haber obligado a los migrantes a esperar bajo el sol fuerte y caliente, hasta que les permitieron avanzar. El mar de gente comenzó a avanzar y a sonar, iba camino a Oaxaca.


Esta escena se ha repetido e intensificado en los últimos días, ahora, cuando la caravana acaricia la frontera norte, rozando suelo estadounidense, llegando a este punto, incluso a enfrentar a la violencia del hermano más grande, el potente y militarizado Estados Unidos.

Foto: Amelia Frank

La caravana de migrantes es un ejemplo de cómo la migración indocumentada en masa es una forma de desobediencia civil en contra de un orden global. En enero de 2011, mientras hacía trabajo de campo en una de las tantas casas refugio para migrantes, me involucraron en la primera caravana de migrantes en México, cuando defensores de derechos humanos, activistas, periodistas, y académicos acompañaron a la caravana de migrantes por cientos de kilómetros, desde Arriaga, Chiapas, a Ixtepec, y también a Oaxaca. Recuerdo bien la emoción de marchar en la oscuridad, pasando por el retén de migración antes de cruzar la frontera estatal, cantando en colectividad una canción cristiana de protesta, cambiada mínimamente para que se tratara de migración – y la migra se moverá, se moverá, se moverá…


Lo que empezó como algo pequeño hace más de 8 años se ha expandido desde entonces para convertirse en algo más grande, un escudo para salvaguardar la vida en movimiento. La caravana empezó como una idea de acompañamiento: cuando aliados, literalmente caminan al lado de los migrantes, los salvaguardan de secuestradores y asaltantes, los libran de la cacería. Esta meta se mezcla con una forma de protesta, exigiendo que el gobierno de México proteja los derechos humanos de todos aquellos quienes transitan por su territorio. Es esta idea la que ha crecido para convertirse en un proceso de empoderamiento, exigiendo dignidad y respeto a pesar de no tener la autorización indicada, y abiertamente pero también conscientes de retar un régimen de migración regional, dominado por los Estados Unidos que mira el movimiento indocumentado a través de un lente de seguridad y estigma.


Sin ceremonia, sin adulación, sin engaños


Dos días después, tras haber descansado un poco en Tapanatepec, Oaxaca, la caravana retomó camino. La intención fue caminar hasta Niltepec, un pueblo 55 kilómetros adelante. Sin embargo, a mitad del camino, el alcalde de Zanatepec, un pequeño pueblo a mitad del camino, nos sorprendió con desayuno y dos buses. Los buses, me dice, harán todas las vueltas que sean necesarias para mover a toda la gente de ahí a Niltepec. Mientras platicamos, un migrante de la tercera edad se acerca y nos muestra sus pies descalzos. El alcalde se quita sus zapatos, manda a alguien para traer un par de sandalias sencillas, y pasa sus zapatos al señor. Inmediatamente vuelve a platicar de la logística, con sus calcetines azul-verde sobresaliendo por las sandalias. Es un momento sin ceremonia, sin adulación.

Foto: Amelia Frank

Mientras llega cada grupo de migrantes, voy explicándoles qué está pasando, indicando dónde hay agua y comida mientras esperan. Desde la fila, un joven de 17 años proveniente de Santa Bárbara, ofrece ayudarme. Marvin está cubierto en tatuajes y ha sido deportado desde Estados Unidos anteriormente. Es el tipo de adolescente que tendría dificultades para conseguir un trabajo en Honduras, su apariencia quizá alarmaría a la gente en la calle, en el transporte público, haría que tomen sus pertenencias con mayor cuidado. En muchas empresas obligan a los postulantes a un empleo a desnudarse para comprobar que sus cuerpos no están «manchados». Por las políticas de mano dura en Honduras y otros países de la región, el solo hecho de tener un tatuaje visible es suficiente para que la policía ataque, incluso aunque el tatuaje más prominente de Marvin es un gran 504 – el código para Honduras – su orgullo por ser catracho. Es él quien sale de la fila y es el primero que se ofrece para ayudarme a dar las indicaciones. Cede su propio lugar en la fila, su propio jalón para el próximo pueblo, para quedarse parado, bajo un sol fuerte, para ayudar a sus compañeros de la caravana. Espera hasta el final y es uno de los últimos en llegar a Niltepec.


Varios de los migrantes son veteranos como Marvin. Han pasado por estos caminos anteriormente y saben que viajar solos es peligroso. Han decidido – basados en la experiencia – que hay seguridad en números grandes, esto también suma la atención mediática. Antonio, un primo lejano de Marvin, ya había salido de Honduras en su segundo intento hacia el norte, pero esperó varado en Tapachula, cuando escuchó que venía la caravana. Sin poder avanzar solo se unió.


Otros únicamente estaban esperando cualquier oportunidad para irse de Honduras. Sin el dinero para pagar un coyote, no podían tomar el riesgo del viaje a solas. Cuando supieron de la caravana, decidieron que ya era tiempo. Omar, de La Ceiba, recibió una llamada de su esposa cuando ella vio la noticia. Juntaron sus tres hijas y se fueron lo antes posible para reunirse con la caravana en San Pedro Sula. Han estado pensando en irse hace un tiempo, a punto de la quiebra económica, bajo la presión de pagar el impuesto de guerra y las amenazas constantes de la mara de violar a sus hijas. No tenían el dinero suficiente para contratar un coyote para toda la familia, y la caravana se presentó como la oportunidad de poder escapar.


Jairo, otro miembro de la caravana, estudiaba economía, que ante la incapacidad de conseguir un trabajo decidió hacer camino hacia el norte. Él estaba activo en las manifestaciones en diciembre después de la dudosa reelección del Presidente Juan Orlando Hernández. Estuvo involucrado en el movimiento estudiantil en la universidad. Cuando Jairo postuló para un trabajo le dicen que él aparece en una lista de «revoltosos», que no lo pueden contratar. Le dicen comunista, ñángara, y ni siquiera revisan su hoja de vida. Jairo me dice que no es ningún comunista. «yo creo en el sistema capitalista, solo no creo en la gente que lo aplica en mi país», explica. Ha recibido amenazas por sus actividades políticas y por no querer involucrarse en la mara que controla su barrio. Nunca pensó en irse de Honduras; ni siquiera cuando su exnovia se fue pidiéndole que la acompañara. Estaba determinado a quedarse en su país y luchar para mejorarlo. Sin embargo, cuando vinieron las últimas amenazas, decidió de un día a otro que era hora de huir. De casualidad coincidió con la caravana.


Hay muchas teorías rodeando el origen de este movimiento: quién organizó la caravana, quién la financia. Muchos se han quejado del momento – demasiado cerca a las elecciones en los Estados Unidos; a las puertas de un nuevo gobierno en México – insinuando que la gente fue manipulada o engañada para que participara en el movimiento en este momento. Hasta izquierdistas quienes simpatizan me han preguntado – ¿no pudieron haber esperado tres semanas más, por su propio bien?


A estas personas nadie los tenía que convencer para abandonar su país con ideas falsas sobre un viaje fácil o que iban a ser recibidos con brazos abiertos. Todas las personas en la caravana con quien hablé saben muy bien que va a ser difícil, que va a ser peligroso, y que al final nada les garantiza poder entrar en los Estados Unidos. Aún así, todos pensaron que valía la pena el riesgo. «Yo no puedo volver a Honduras. Si me mandan de regreso, soy un cadáver», me dijo Jairo, y este argumento parece un eco en la gran caravana.

Foto: Amelia Frank

Las caravanas no son nuevas


Un día fui a hacer unas compras con Mario, quien había participado en la caravana de principios de 2018, la primera en recibir atención mediática después de ganar la ira de la administración Trump. Mario se había sumado desde San Pedro Sula después que mataran a dos de sus amigos por no cooperar con la mara en su red de narcomenudeo. Mario trabajaba en serigrafía, adoraba su oficio. Él y sus dos amigos, decidieron que juntos iban a resistirse a la presión de la mara. Quizá fue suerte, pero la noche que asesinaron a sus amigos, él no estaba con ellos. Mario, sin embargo, ya tenía la marca de la muerte, la condena, sus vecinos y él mismo lo sabían, por eso huyó. Esto sucedió en la semana santa de 2018 tras el llamado y la organización de Pueblos Sin Fronteras.


Mario llegó a México y se quedó con la organización en el norte mexicano, rápidamente se convirtió en activista promigrante. Participó en una huelga de hambre para exigir visas humanitarias para solicitantes de refugio, asistió a entrenamientos y talleres sobre derechos humanos, procesos legales y desobediencia civil. Mientras conducíamos por el istmo de Tehuantepec, me platicó del movimiento de derechos civiles en Estados Unidos. Me cuenta esas escenas de la gente sentada en los restaurantes donde no los permitían comer, siendo pacíficos, convencidos que cambiarían las leyes, y lo hicieron. Mario no tenía que formar parte de esta caravana en este momento, pero su experiencia con la anterior prendió una llama dentro de él. Ahora ayuda, organiza, para enseñar. Está dispuesto a cruzar México a pie, de nuevo, en solidaridad.


La gente como Mario ofrece una respuesta a la pregunta, «¿quién organiza la caravana?», no la organiza él, pero a estas alturas, a través de los años, desde aquella caminata inicial en 2011, miles de centroamericanos han participado en algún tipo de caravana. Se corrió la voz. Las experiencias gemelas de seguridad en la visibilidad y abiertamente retando las leyes migratorias y violaciones de derechos humanos en masa en México han dado fruto. Algunos argumentan que no se debe de llamar caravana, en el sentido tradicional, sino un exodo. Caravana es el término que tiene resonancia, significado, que circula e implica esta mezcla de la seguridad en grupo y un desafío justo. Si es un éxodo, es uno que se ha estado formando desde hace tiempo en Centroamérica. Esta caravana y sus réplicas son una expresión del éxodo.


A la caravana aún le faltaban días para llegar a la Ciudad de México, pero ya iba preparándose. En Tapanatepec, la noche después del enfrentamiento en la carretera, mientras la asamblea abierta que hacen todas las noches quienes forman parte de la caravana, los grupos religiosos y de la sociedad civil que iban a recibir el grupo en la ciudad de México les presentaron dos opciones: o todos podrían ser recibidos en distintas parroquias, que ofrecerían camas, alojamiento digno, para grupos pequeños en todas partes de la ciudad, o bien establecer un campamento en alguna parte de la ciudad, para que los 7000 pudieran quedarse todos juntos. Las organizaciones religiosas y de la sociedad civil pensaban que iba a ser una decisión obvia: todos cansados, en familias, algunos enfermos, con los pies lacerados y tos, iban a estar entusiasmados de tener una estancia cómoda. La sorpresa para todos fue que el grupo decidió permanecer juntos. Con los puños en el aire, la caravana empezó a gritar: juntos, juntos, juntos…

Amelia Frank-Vitale es miembro del Colectivo Línea 84.

NOTA: Este texto se publicó originalmente en Contra Corriente en su versión en español y en NACLA en su versión en inglés.

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